Cielos nublados. Oscuridad. Pasadizos inconclusos. Vivir el insomnio de un sueño. Huía de todo aquello que no quería dejar atrás, de sus miedos. Formas opacas y borrosas se aglomeraban en torno a las fronteras de su mente y le extorsionaban intentando sacar todo el aire de sus cansados pulmones color alquitrán.
Era la quinta noche que pasaba huyendo, estático. El corazón encogido a cada momento, temiendo ser el último, temeroso de una racha inesperada de viento que le trajese una mala bocanada de recuerdos en los que atragantarse y vomitar la mitad de sus memorias. Hondo, cada vez más profundo. Y duro.
El destino jugaba al azar con palabras vacías y sentimientos que le rozaban los ojos como balas en fuego cruzado, imposibles de ver, imposibles de no sentir. Letales.
En sus bastos dominios, su propio castillo se le quedaba pequeño. Las paredes se abalanzaban sobre él en busca de los restos de un animal moribundo que buscaba la salida. Todavía estático. Toda una corte más ocupada en sus bailes que en vivir, ignorante del peligro, ignorantes de la vida. Animales que no conocen el dolor y que se creen inmunes. El espejismo de una inmortalidad efímera, perecedera. El placer instantáneo de unos brazos que les agarraban, haciéndoles sentir seguros. Los mismos brazos que se separarían en cuanto los muros se viniesen abajo. Falsas ilusiones de placer momentáneo y pasajero. Inseguridad.
Y entendió que había caído.
Pero también entendió que aquel, ya no era su castillo. Aquel, era un templo en ruinas que dejó abandonado al destino y a sus caprichos pasajeros.
Que se hundiese o no, ya no era problema suyo, sino de aquellos que prefirieron seguir bailando, ajenos al viento y al tiempo, ajenos a la vida.
Desde aquel día, vagaría por el mundo, con su propio corazón como fortaleza. Aprendió de sus errores. Aprendió a huir.
Tocaba seguir, quién sabe dónde.
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