viernes, 17 de abril de 2020

M

A veces, no somos conscientes de nuestra propia razón de ser. Nos perdemos, entre las prisas del partir hacia quién sabe dónde, las preguntas que nos asolan en el camino, las distracciones que nos imponemos para sobrellevar el cansancio mental que supone darse cuenta que, en realidad, en la mayoría de las ocasiones, no sabemos a qué nos debemos.

A veces, la vida tampoco sabe qué hacer con nosotros. Nos dejamos caer sin más en su meliflua presencia, esperando una señal en un cielo desdibujado de nuestras experiencias y nuestros fallos. 

Y así, entre el caer de las hojas de una y otro, nos encontramos. No en nosotros. No en el cielo ni en el suelo. 

Nos encontramos en una página en blanco para reiniciarnos y retomar un camino que no va a ninguna parte. Puede que nos lleve al punto de partida. Puede que nos obligue a derribar muros de hormigón con mazos de cartón, que bañará nuestro tiempo en sangre que supura de nuestras heridas aún abiertas. 

No me importa. Prefiero aprender a ver el amanecer a través de las rendijas de tu pelo, antes que sumergirme en un mundo en el que la apatía guíe un camino señalado hasta ningún lugar. Lamentar tus lágrimas y secarlas con el dorso de una mano cosida a golpe de destino, mirarte y sonreír, sabiendo que nos haremos más fuertes con cada herida que cerremos juntos. Sentarnos a la orilla de un precipicio y saber que la caída, también es una opción si vamos de la mano. 

Aprender a ser conscientes el uno del otro. Quizá así, la vida nos de una oportunidad de hacer las cosas como siempre hemos querido. 

Juntos. 

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